Qué grotesca imagen pariendo enfrente, que se rompe y sangra, rojo vivo para un momento de ternura majestuosa. ¿Podría haber sido algo menos traumático?
Felicidades dicen, ¡yo tomé un curso de parto sin dolor! la que más grita, llegó a este lugar después de rasgar cortinas por el dolor de las contracciones. Es su primera vez. ¡Vaya para que le devuelvan la plata mijita!
Sentados están mis ojos, frente a una piel dilatada, varicosa, congestión de tubos tortuosos por el esfuerzo extremo. ¿Qué haces, intruso testigo? ¿Por qué te deformas? Pregunto.
Tú también tienes la culpa, respuesta.
La tijera en las manos espera cortar la tela para dejar espacio a una cabeza grande, de pelo apelmazado por una grasa amarillenta, grasa pegajosa. ¡Qué lindo!
Una calle bulliciosa en día de feria se entromete por las ventanas abiertas de la sala de parto: ventilación natural de hospital público. ¡Puja! ¡Puja!, escucha la mujer que ya no puede, ya no entiende ¿qué es pujar?, Pareciera que hasta la gente de la calle, que compra verduras, todos gritan. Es necesario decirle: ¡Hazte caca! Y entonces entiende y se hace caca.
La matrona se enoja, aunque ella lo pidió. Hay que limpiar la mugre porque la fetidez se apodera de la sala y el riesgo de infección queda diseminado en las narices de todos. ¡Traigan cloro! El olor atormenta la escena.
Entonces la cabecita se asoma y se devuelve, me doy cuenta que viene enrollado en su cuello un cordón, es necesario sacarlo de la horca y con una hábil maniobra bajo y puede aparecer un primer hombro, ya no hace falta pujar, y subo para sacar el otro hombro. ¡Es un niño!
Flácido descansa apoyado en mi brazo derecho el jinete extenuado, vaquero silencioso, piel morada, con restos de sangre, la batalla ha terminado. No sabe, está empezando.
No quiere llorar, ya han pasado largos diez segundos y estamos esperando. La madre llora y todos sonreímos. El cordón ya es separado y es el primer esbozo de una autonomía que no durará por mucho tiempo.
Se vuelven a escuchar los gritos de los tomates maduritos, de las caseras, de las risotadas, sólo se escucha lo grotesco, como al principio.
El recién nacido va a una sala especial, aspiran sus secreciones, desde la nariz y desde la boca, arriba de la pesa, a lo largo de la huincha de medir, evaluado y vestido para su primer día en este mundo.
Mientras la pinza colgada del extremo del cordón espera la placenta, que se queda un tiempo tal vez a reflexionar por última vez antes de caer al recipiente. Nadie le dice: ¡Muchas gracias, señora!
Suturo la herida, cada plano, reconstruyendo lo rasgado, que se inflama cada punto, pero no duele. ¡Por ahora! Y he terminado mi tarea, testigo de nacer en un hospital público.
Felicidades dicen, ¡yo tomé un curso de parto sin dolor! la que más grita, llegó a este lugar después de rasgar cortinas por el dolor de las contracciones. Es su primera vez. ¡Vaya para que le devuelvan la plata mijita!
Sentados están mis ojos, frente a una piel dilatada, varicosa, congestión de tubos tortuosos por el esfuerzo extremo. ¿Qué haces, intruso testigo? ¿Por qué te deformas? Pregunto.
Tú también tienes la culpa, respuesta.
La tijera en las manos espera cortar la tela para dejar espacio a una cabeza grande, de pelo apelmazado por una grasa amarillenta, grasa pegajosa. ¡Qué lindo!
Una calle bulliciosa en día de feria se entromete por las ventanas abiertas de la sala de parto: ventilación natural de hospital público. ¡Puja! ¡Puja!, escucha la mujer que ya no puede, ya no entiende ¿qué es pujar?, Pareciera que hasta la gente de la calle, que compra verduras, todos gritan. Es necesario decirle: ¡Hazte caca! Y entonces entiende y se hace caca.
La matrona se enoja, aunque ella lo pidió. Hay que limpiar la mugre porque la fetidez se apodera de la sala y el riesgo de infección queda diseminado en las narices de todos. ¡Traigan cloro! El olor atormenta la escena.
Entonces la cabecita se asoma y se devuelve, me doy cuenta que viene enrollado en su cuello un cordón, es necesario sacarlo de la horca y con una hábil maniobra bajo y puede aparecer un primer hombro, ya no hace falta pujar, y subo para sacar el otro hombro. ¡Es un niño!
Flácido descansa apoyado en mi brazo derecho el jinete extenuado, vaquero silencioso, piel morada, con restos de sangre, la batalla ha terminado. No sabe, está empezando.
No quiere llorar, ya han pasado largos diez segundos y estamos esperando. La madre llora y todos sonreímos. El cordón ya es separado y es el primer esbozo de una autonomía que no durará por mucho tiempo.
Se vuelven a escuchar los gritos de los tomates maduritos, de las caseras, de las risotadas, sólo se escucha lo grotesco, como al principio.
El recién nacido va a una sala especial, aspiran sus secreciones, desde la nariz y desde la boca, arriba de la pesa, a lo largo de la huincha de medir, evaluado y vestido para su primer día en este mundo.
Mientras la pinza colgada del extremo del cordón espera la placenta, que se queda un tiempo tal vez a reflexionar por última vez antes de caer al recipiente. Nadie le dice: ¡Muchas gracias, señora!
Suturo la herida, cada plano, reconstruyendo lo rasgado, que se inflama cada punto, pero no duele. ¡Por ahora! Y he terminado mi tarea, testigo de nacer en un hospital público.