jueves, 18 de junio de 2009

La Quiebra

Se estremeció al sentir el aullido de un gato en la ventana bruscamente abierta. Pudo ser el viento. Al revisar con una rápida mirada los vidrios, estaban intactos. No, no fue el viento.


Desde este mirador de cristal observó las aguas de ese mar insistente, su casa de Zapallar, apoyada sobre firmes rocas, resistentes al golpe eterno del oleaje que le transmitía seguridad.


Respiró fresco, salado y frío, el aire en su infancia y adolescencia .Humedecieron sus mejillas lágrimas de recuerdos alegres confundidas con las gotas de brisa, cuando las caminatas por las arenas en busca de tesoros que botaba el mar, trozos de troncos modelados por las manos de las olas, estrellas caídas al agua que quisieron tomar un poco de sol pero quedaron atrapadas.


Hoy, en un minuto de lucidez, se vio sentado en un rincón. Una moneda giró por el aire, su dedo pulgar, haciendo palanca con el índice, daba la fuerza de cálculo constante para alcanzar una repetida altura. Dependiendo del estado de ánimo y de conciencia, la altura, era limitada en el espacio, para volver a su origen, la palma de su mano diestra.


¿Cuánto tiempo estaba en esa condición? No parecía poco. Lo que importaba era la sensación de que algo pasaba en su mente. El rincón no era su sitio. El sillón negro de cuero, que se regaló al cumplir los cuarenta, fue su lugar preferido de descanso. Extraviado, distraído, no se.


Al pasar la mano por su cara, quedó en evidencia el tiempo transcurrido desde su última mirada a un espejo. Una barba de un largo que nunca se vió ni en vacaciones, época en que no rasuraba su rostro, se insinuó al tocar. Sus dedos enredaron el recorrido por su cabello, no había dócil textura, confirmando la apreciación de descuido.


La moneda volvía a subir. Por años tuvo el hábito de jugar con el peso de la suerte. Su abuelo ganó un “condor” en su primer negocio, decía siempre. Un amuleto que recibió siendo niño. El vuelo de este metal, análogo al del ave de rapiña, fue muchas veces en su vida el que decidió, mostrando una de sus caras.


Ver subir su cuña de plata, representaba para él, alcanzar altura. Sin embargo, nunca advirtió que la moneda volaba y también caía. Nunca.


Miró una y otra vez el metálico ascenso, cada vez con mayor dificultad rompía la resistencia del enrarecido aire de la derrota. El dedo pulgar ya no tenía fuerzas para impulsarla. El peso de una simple moneda, que antes tenía la ligereza del aluminio, ahora reunía el peso de todos los metales. Todo venía cuesta abajo.


La suerte bajaba a la velocidad de la luz. Sentía en la palma de su mano un orificio que pronto no opondría resistencia.


Súbitamente se escuchó un estallido escalofriante.


La moneda corrió por el piso antes de alcanzar la puerta, cayó por la hendidura, para extraviarse eternamente, como el alma de Samuel, en el momento que impactó su cabeza en las rocas.

sábado, 2 de mayo de 2009

Una modelo llamada Camila

Ella se esconde en la envoltura de la tela blanca y esponjosa de una toalla fría. Hasta antes de abrigar su cuerpo fría. Te llamaré Camila.

Un día caminabas en penumbras en la misma habitación que yo recorría, te encontré. También tú.

Acariciando tus contornos la luz se queda en las caderas insinuadas, como si tuviera miedo de caer al barranco se apega a tu superficie, rasguña cada centímetro que rodea tus poros, entibia cualquier gota de frío que se quedó atrás, extraviada; también tu abdomen plano ilumina y en el centro de él guiña un lunar que nació con tu primer día. Y siempre la luz insolente como mi deseo de grabar tus angostos hombros, y me hago cómplice de la luz y te recorro junto a ella sin que lo sepas. Disfrutan al mirarte, Camila desnuda, mis ojos.

Y te toco verdadera, ardes y estás humedeciendo, eres cierto. Juegas y te sigo con la mirada. No tengo la cercanía suficiente para las zonas donde no llega la luz pero si la imaginación. Ella te alcanza. No distingo si tu juego es mío o de la luz. De la luz insolente. Pero no importa, juegas.

En la habitación nuestra por algunas horas, tu desfile se queda hasta que los días desgastan la nitidez de las imágenes. El óleo querría acariciarte en la tela, pero te escribo y el matiz que sugiere el color no lo tengo. ¿Qué será de ti, Camila, después?
Intrusos testigos son los espejos, en silencio absorben cada desnuda imagen de tantas Camilas, quieren quedarse contigo, atrapada para siempre invisible para otros ojos que no sean los míos. Para otros espejos.

Eres modelo traviesa que provoca mi fotografía. Mi máquina está eufórica, y yo también. Dispara sin control y el clic desafía tu atrevimiento. Dispara sin mis órdenes. Intentas arrancar de cualquier enfoque sin lograrlo, solo tu sonrisa escapa. Ahora el que juega soy yo y me hago cargo. Se agita el diafragma, todo se agita. Puedo sentir latidos en tus labios cada vez más latidos. Aumenta la entrada de luz, miles de minúsculas partículas invaden la habitación y se disputan iluminarte, algunas quedan aplastadas en el camino, otras te poseen. Ya no tengo película y no te aviso. El clic se repite como quejido de mordedura fatal, víboras retorcidas de veneno esperan gatillar. No sé quien es el propietario del clic repetido. Se confunde y no distingo la euforia de la máquina de mi propia euforia. ¿ Por qué no te sueltas el pelo? Quiero la mitad de tu rostro, quiero la mitad de todo. Porque sí. Cientos de largas películas, cuadro a cuadro, caen sobre nosotros. Camila ha revelado mi secreto, ya sabe que no hay rollo en mi cámara, pero se queja cada vez que disparo. Le gusta el clic. En un gesto de prisa apaga la luz. El cuarto oscuro es su refugio, pero mi cámara no se detiene, cada flash la busca, en cada rincón encuentra un poco de ti.

De pronto, no se escucha más que una agitada respiración, sí sólo una, porque contengo la mía para sentir que disminuye lentamente su ritmo, hasta desaparecer en el sueño, después de esta intensa sesión.

domingo, 19 de octubre de 2008

Testigo de nacer en un hospital público

Qué grotesca imagen pariendo enfrente, que se rompe y sangra, rojo vivo para un momento de ternura majestuosa. ¿Podría haber sido algo menos traumático?

Felicidades dicen, ¡yo tomé un curso de parto sin dolor! la que más grita, llegó a este lugar después de rasgar cortinas por el dolor de las contracciones. Es su primera vez. ¡Vaya para que le devuelvan la plata mijita!

Sentados están mis ojos, frente a una piel dilatada, varicosa, congestión de tubos tortuosos por el esfuerzo extremo. ¿Qué haces, intruso testigo? ¿Por qué te deformas? Pregunto.
Tú también tienes la culpa, respuesta.

La tijera en las manos espera cortar la tela para dejar espacio a una cabeza grande, de pelo apelmazado por una grasa amarillenta, grasa pegajosa. ¡Qué lindo!

Una calle bulliciosa en día de feria se entromete por las ventanas abiertas de la sala de parto: ventilación natural de hospital público. ¡Puja! ¡Puja!, escucha la mujer que ya no puede, ya no entiende ¿qué es pujar?, Pareciera que hasta la gente de la calle, que compra verduras, todos gritan. Es necesario decirle: ¡Hazte caca! Y entonces entiende y se hace caca.

La matrona se enoja, aunque ella lo pidió. Hay que limpiar la mugre porque la fetidez se apodera de la sala y el riesgo de infección queda diseminado en las narices de todos. ¡Traigan cloro! El olor atormenta la escena.

Entonces la cabecita se asoma y se devuelve, me doy cuenta que viene enrollado en su cuello un cordón, es necesario sacarlo de la horca y con una hábil maniobra bajo y puede aparecer un primer hombro, ya no hace falta pujar, y subo para sacar el otro hombro. ¡Es un niño!

Flácido descansa apoyado en mi brazo derecho el jinete extenuado, vaquero silencioso, piel morada, con restos de sangre, la batalla ha terminado. No sabe, está empezando.

No quiere llorar, ya han pasado largos diez segundos y estamos esperando. La madre llora y todos sonreímos. El cordón ya es separado y es el primer esbozo de una autonomía que no durará por mucho tiempo.

Se vuelven a escuchar los gritos de los tomates maduritos, de las caseras, de las risotadas, sólo se escucha lo grotesco, como al principio.

El recién nacido va a una sala especial, aspiran sus secreciones, desde la nariz y desde la boca, arriba de la pesa, a lo largo de la huincha de medir, evaluado y vestido para su primer día en este mundo.

Mientras la pinza colgada del extremo del cordón espera la placenta, que se queda un tiempo tal vez a reflexionar por última vez antes de caer al recipiente. Nadie le dice: ¡Muchas gracias, señora!

Suturo la herida, cada plano, reconstruyendo lo rasgado, que se inflama cada punto, pero no duele. ¡Por ahora! Y he terminado mi tarea, testigo de nacer en un hospital público.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Tormenta

Trombaba la solitaria padena en medio del prímulo,
hasta la lluvia sultenta parecía fultesar la hortela,
supresola el viento jugaba con la costelasa y la urema,
casi detralando las quetlas y rompiendo cada musibela.

De pronto, un jutablo amenaza solfeciente con la loterurpa,
los niños chanclaban en los charcos con sus piesecitos gloterantes
roñando, jurpientes y felantraces
lupardos, zentaglos y belabrancios,
toda esa noche.


Al amanecer, la padena tuvo una pausa silborea
aglante el sol intifesto con sus rayos la tramaca,
y la tierra detrendía un olor cualtero en cada infunda.
Faltaba sólo la tremedura para pintar el yerko,
un yerko diferente a las suspiclebes de la primavera.

Alguien dijo que la vertiflusa volvería con su fulteso
y nuevamente la costelasa volaría por este pobre jutablo,
pero los niños roñientes seguirían emplarosos sus gerables,
como blancos ángeles.



El cielo,sodaplió en segundos y trolecieron las nubes,
negras, getubinas y transferosas,
por primera vez un pufletabo asustó a los niños,
corrieron hacia las luremieras donde esperaban sus miefosas
con los brazos fencieros y con lágrimas en los cotlines,
alegres de goltaciar nuevamente a sus prayetados.
Las horas torefiaron lentamente y el trombío se alejó.

jueves, 21 de febrero de 2008

¡Adiós, Pancra!


¡Puchas que echo de menos al Pancracio!
Era súper choro. Mmm, siempre estaba alegre.
No me dan ganas ni de venir a la escuela, ¡oh!.
Tenía cualquier talla.
Sí, yo también le echo de menos. Todo el curso.
En esas mañanas, en que no tomaba desayuno, cuando el nos hacía reír, hasta se me olvidaba que tenía hambre.
Yo creo que a todos se nos olvidaba el hambre. El Pancra era el desayuno y a veces también el almuerzo. En esos días en que regalaba galletas.
Me acuerdo de sus mentiras. Porque no vai a decir que le creiai todos los cuentos. Era más güeno para inventar. Que los conejos ponían huevos si estaban nerviosos, que los chanchos se revolcaban en el barro porque sentían cosquillas y un montón de leseras. Pero hablaba tan en serio!
Era mejor creerle ¿no?
Te acuerdas cuando llegó con la historia de que tenía un amigo invisible. A veces estábamos conversando y de repente hablaba con ese amigo que no veía. Si hasta se reía de los chistes que le contaba al oído, según él.
Yo, una noche soñé con el amigo invisible, ¿ cómo no iba a creer?. No le conté a nadie, sino me iban a agarrar pa'l leseo.
Yo no soñé, pero lo veía, o sea, como que lo veía. El Pancra era choro, ah!
Y la ropa que usaba era rara, te acordai?
Era todo raro, tenía boca de rana, la nariz de payaso, el pelo como de lana, la voz de gangoso. Pero ya era como uno más de nosotros.
No debimos dejarlo sólo en las vacaciones.
Y ¿ qué íbamos a hacer?
Si no podía jugar a la pelota. Yo, lo único que hago en las vacaciones es jugar a la pichanga.
Si pos, yo también. Se la habría dormido todita.
El profe la cagó, eso sí, podría habérselo llevado a su casa.
Es que nadie se pasó el rollo de la embarrá.
Puta, ahora que no está el Pancra paso con hambre. Y eso que el profe sigue repartiendo galletas.
Yo creo que no eran las galletas. pa`mi que verlo tan poquita cosa y tan contento ...
Sí, puede ser, eso nos daba güena onda, se parecía a nosotros.

Fue bonito el funeral!
¿ Cómo va a ser bonito, gueón?
Güeno, fue triste, pero estaban todos los cabros, los del cuarto y los del quinto!
¿ Cachaste al guatón Meneses?, el matón del curso, también estaba llorando!
Le quedó bien la cajita de cartón al Pérez. Pintada de negro parecía un ataúd de verdad.
Cuando le echaron tierra a la cajita me dio como una cosa en la güata.
Es que murió ... como un pedazo de queso.
No seai malo negro, esta gueá no es pa`reirse.
¿ Viste las flores?, el cerro quedó pelao de flores. Ni en la tele he visto un muerto con tantas flores.

Todavía me acuerdo, fue el regreso a clases más triste.
Lo primero que hicimos fue preguntarle al profe por el Pancra.
Cuando abrió el estante y lo vimos. Estaba todo hecho tira.
¡ Ratones desgraciados!. Se habían comido al pobre Pancracio.
No debimos dejarlo solo.

sábado, 21 de julio de 2007

Resignado

Los lunes, miércoles y viernes pasa a retirar la basura. Me enteré por casualidad. Desde el camión de la hediondez lo llamó el chofer: Antes apenas lo había mirado, solo una silueta tosca, cabeza gacha y un bulto en la espalda que más parecía joroba. Sin nombre es igual a no existir. Cuando escuché “Carlos” él recién fue alguien. Y quise enterarme. Me estremecí de sólo pensar en tantos Carlos que no conocía. Podía empezar por mirar sus manos.

Me acerqué la semana siguiente con la propina en mi puño limpio. Sus largas uñas rebasaban mugre, como un refugio casual que anidaba en cada espacio. ¿Uñas? Más bien garras, y si al decir esto no ofendo a ningún animal. Harapos de uñas o uñas vagabundas.

Me quedé paralizado mientras habría su diestra recibiendo mis monedas. Costra dura, espina corva, cola de alacrán, pasaron como subtítulos de una mediocre película de zombies que no asustan por mis críticos ojos. Descripción interminable de estas manos indecentes, descompuestas, aguiluchos, pezuña opaca, uñarada infecciosa; hasta que un ¡gracias patrón! puso fin a este reparto.

¡Gracias patrón!- repitió con su mirada en el suelo. Una pestilente ráfaga de olor me agredió, fétido Carlos. Su boca debe ser tan hedionda como todo Carlos, debe apestar su escobilla de dientes como barrido de callejón sin salida, y los cigarrillos quedan grabados uno por uno y se resisten a abandonar este rincón nauseabundo.

Sus pies los imagino y también veo los dedos violentados por la basura, con uñas monstruosas como sus manos. No quisiera ser su zapato y no quiero ser pisada de Carlos, porque es hediondo, porque la basura es hedionda y porque su trabajo también.

Y partió contento con su bolsa sobre los hombros, siempre mirando el suelo. Parece feliz mirando las piedras, la tierra y algún papel sucio. En las escalas tropieza casi perdiendo el equilibrio, pero esta vez no lo pierde, y sigue rumbo al depósito que espera hambriento, con el motor roncando como insatisfecho de basura.

Carlos, desperdicio es tu sinónimo justo. Dime, al llegar a casa, sin sentido del olfato, ¿no sientes la urgencia de vomitar bajo la ducha tanta basura? ¿No sabes que el olor a excremento está pegado a ti desde que respiras?
En la casa besa con su aliento roto la boca de sus hijos y la boca de ella. Todos aceptan el beso de Carlos y ríen, incluso las bacterias de la putrefacción que le invaden. Están en su ropa, son la escama de su piel, envuelven el hálito gris de su respiración, el pelo parasitado de ellas, también su purulenta lágrima es una víctima.

Impregnado de pudrición, en una mal oliente cama se acuesta con Su basura y con Ella al lado. Carlos hace el amor con Su basura y Ella no tiene orgasmo, lo digo porque puedo adivinar que es así. Tampoco Ella siente asco cuando Carlos expulsa un líquido que moja y chorrea sus piernas.

Hoy es miércoles y no vino. Pregunté por Carlos al jefe de cuadrilla y me dijo que un perro rabioso le mordió una pierna y la basura entró en su carne, algo así como gangrena. Perdió la pierna en un hospital y ya no vendrá por Mi basura.

miércoles, 27 de junio de 2007

Bajando las escaleras


Las escaleras eran una aventura. Bajar de dos o tres los peldaños simultáneamente, constituía un desafío a la coordinación. Una decisión condicionada por el apuro.
Así como subirlas en verano era una tortura, sobretodo bajo castigo del sol, teniendo como ruta alternativa el fresco túnel del ascensor subterráneo. No tener monedas para acceder a este viaje de ensueño era un dolor. Al final del refrescante recorrido de unos 200 metros, una fuerza sobrenatural te raptaba hacia el vértigo, con rumbo al cielo, hacia una altura desconocida.

Pero mis seis años no permitían el juego de los peldaños. Menos ahora que llevo la “vianda” que alimentará a mi padre en su jornada laboral.
Y recuerdo la sentencia con la cual me despidió mamá:
¡Cuidado con dar vuelta el almuerzo! ¡Tu padre se enojará!

El camino por la pintoresca calle Victoria, era un viaje de ilusiones.
La ilusión de ver a papá, que parecía importante en su trabajo.
La industria tenía máquinas gigantes.
Papá siempre se veía joven, buen mozo, siempre bien afeitado y sobrio.
Me parecía incluso popular dentro de sus compañeros de trabajo.
También reía.

Otra ilusión, la librería El Peneca. Recién aprendía a leer y me atraían de sobremanera los libros, aunque pasaron más de treinta y cinco años para convertirme en un regular lector.
Recuerdo Moby Dick, Bufallo Bill y La Isla del Tesoro, los títulos que despertaban mis ansias de tenerlos, sus portadas eran dibujos encantados. Imaginaba que una alcancía podría ayudar a satisfacer mis anhelos, pero nunca la tuve.
Al regreso, volvería a detenerme junto a los libros. Ahora no había tiempo, la tarea era llegar con el almuerzo.

Ya quedaba poco por recorrer, a la vista el cine Metro, el más importante. Estaba en la Avenida Pedro Montt con Freire, enfrente del Parque Italia. Estos eran las claves para que ese niño de seis años no extraviara el camino.
En el cine Metro, todos los domingos exhibían en la matinal, a las 11:00 hrs. A.M. (no lograba entender el A.M.), funciones infantiles, las grandiosas películas de Walt Disney, a las cuales no recuerdo haber asistido nunca.
Pero también estaban las fotos en cartelera de las películas para mayores y estas también atraían mi atención, especialmente las de James Bond 007 y aquellas fotos de mujeres bonitas.

Ya entraba a G.A.I.O PEIRANO, ese era el nombre de la industria y a mi me gustaba.
Lo que no me estaba gustando eran las miradas de sus compañeros de trabajo. Algo ocultaban. Sin embargo, una señora no resistió la tentación y me preguntó:
¿Tu papá no llegó a casa anoche? ¡Porque él no vino hoy a trabajar!
No respondí, un nudo en la garganta me lo impedía.
La mirada del niño se ahogaba en pena.
Mis ojos atajaban lágrimas.
Mamá se pondría avergonzada. El camino de regreso fue más triste.
La “vianda” con su comida y yo sin ilusiones.
Esto pasó muchas veces.