Se estremeció al sentir el aullido de un gato en la ventana bruscamente abierta. Pudo ser el viento. Al revisar con una rápida mirada los vidrios, estaban intactos. No, no fue el viento.
Desde este mirador de cristal observó las aguas de ese mar insistente, su casa de Zapallar, apoyada sobre firmes rocas, resistentes al golpe eterno del oleaje que le transmitía seguridad.
Respiró fresco, salado y frío, el aire en su infancia y adolescencia .Humedecieron sus mejillas lágrimas de recuerdos alegres confundidas con las gotas de brisa, cuando las caminatas por las arenas en busca de tesoros que botaba el mar, trozos de troncos modelados por las manos de las olas, estrellas caídas al agua que quisieron tomar un poco de sol pero quedaron atrapadas.
Hoy, en un minuto de lucidez, se vio sentado en un rincón. Una moneda giró por el aire, su dedo pulgar, haciendo palanca con el índice, daba la fuerza de cálculo constante para alcanzar una repetida altura. Dependiendo del estado de ánimo y de conciencia, la altura, era limitada en el espacio, para volver a su origen, la palma de su mano diestra.
¿Cuánto tiempo estaba en esa condición? No parecía poco. Lo que importaba era la sensación de que algo pasaba en su mente. El rincón no era su sitio. El sillón negro de cuero, que se regaló al cumplir los cuarenta, fue su lugar preferido de descanso. Extraviado, distraído, no se.
Al pasar la mano por su cara, quedó en evidencia el tiempo transcurrido desde su última mirada a un espejo. Una barba de un largo que nunca se vió ni en vacaciones, época en que no rasuraba su rostro, se insinuó al tocar. Sus dedos enredaron el recorrido por su cabello, no había dócil textura, confirmando la apreciación de descuido.
La moneda volvía a subir. Por años tuvo el hábito de jugar con el peso de la suerte. Su abuelo ganó un “condor” en su primer negocio, decía siempre. Un amuleto que recibió siendo niño. El vuelo de este metal, análogo al del ave de rapiña, fue muchas veces en su vida el que decidió, mostrando una de sus caras.
Ver subir su cuña de plata, representaba para él, alcanzar altura. Sin embargo, nunca advirtió que la moneda volaba y también caía. Nunca.
Miró una y otra vez el metálico ascenso, cada vez con mayor dificultad rompía la resistencia del enrarecido aire de la derrota. El dedo pulgar ya no tenía fuerzas para impulsarla. El peso de una simple moneda, que antes tenía la ligereza del aluminio, ahora reunía el peso de todos los metales. Todo venía cuesta abajo.
La suerte bajaba a la velocidad de la luz. Sentía en la palma de su mano un orificio que pronto no opondría resistencia.
Súbitamente se escuchó un estallido escalofriante.
La moneda corrió por el piso antes de alcanzar la puerta, cayó por la hendidura, para extraviarse eternamente, como el alma de Samuel, en el momento que impactó su cabeza en las rocas.
3 comentarios:
Interesante paralelismo entre la moneda y el protagonista...
Saludos
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