Las escaleras eran una aventura. Bajar de dos o tres los peldaños simultáneamente, constituía un desafío a la coordinación. Una decisión condicionada por el apuro.
Así como subirlas en verano era una tortura, sobretodo bajo castigo del sol, teniendo como ruta alternativa el fresco túnel del ascensor subterráneo. No tener monedas para acceder a este viaje de ensueño era un dolor. Al final del refrescante recorrido de unos 200 metros, una fuerza sobrenatural te raptaba hacia el vértigo, con rumbo al cielo, hacia una altura desconocida.
Pero mis seis años no permitían el juego de los peldaños. Menos ahora que llevo la “vianda” que alimentará a mi padre en su jornada laboral.
Y recuerdo la sentencia con la cual me despidió mamá:
¡Cuidado con dar vuelta el almuerzo! ¡Tu padre se enojará!
El camino por la pintoresca calle Victoria, era un viaje de ilusiones.
La ilusión de ver a papá, que parecía importante en su trabajo.
La industria tenía máquinas gigantes.
Papá siempre se veía joven, buen mozo, siempre bien afeitado y sobrio.
Me parecía incluso popular dentro de sus compañeros de trabajo.
También reía.
Otra ilusión, la librería El Peneca. Recién aprendía a leer y me atraían de sobremanera los libros, aunque pasaron más de treinta y cinco años para convertirme en un regular lector.
Recuerdo Moby Dick, Bufallo Bill y La Isla del Tesoro, los títulos que despertaban mis ansias de tenerlos, sus portadas eran dibujos encantados. Imaginaba que una alcancía podría ayudar a satisfacer mis anhelos, pero nunca la tuve.
Al regreso, volvería a detenerme junto a los libros. Ahora no había tiempo, la tarea era llegar con el almuerzo.
Ya quedaba poco por recorrer, a la vista el cine Metro, el más importante. Estaba en la Avenida Pedro Montt con Freire, enfrente del Parque Italia. Estos eran las claves para que ese niño de seis años no extraviara el camino.
En el cine Metro, todos los domingos exhibían en la matinal, a las 11:00 hrs. A.M. (no lograba entender el A.M.), funciones infantiles, las grandiosas películas de Walt Disney, a las cuales no recuerdo haber asistido nunca.
Pero también estaban las fotos en cartelera de las películas para mayores y estas también atraían mi atención, especialmente las de James Bond 007 y aquellas fotos de mujeres bonitas.
Ya entraba a G.A.I.O PEIRANO, ese era el nombre de la industria y a mi me gustaba.
Lo que no me estaba gustando eran las miradas de sus compañeros de trabajo. Algo ocultaban. Sin embargo, una señora no resistió la tentación y me preguntó:
¿Tu papá no llegó a casa anoche? ¡Porque él no vino hoy a trabajar!
No respondí, un nudo en la garganta me lo impedía.
La mirada del niño se ahogaba en pena.
Mis ojos atajaban lágrimas.
Mamá se pondría avergonzada. El camino de regreso fue más triste.
La “vianda” con su comida y yo sin ilusiones.
Esto pasó muchas veces.
Así como subirlas en verano era una tortura, sobretodo bajo castigo del sol, teniendo como ruta alternativa el fresco túnel del ascensor subterráneo. No tener monedas para acceder a este viaje de ensueño era un dolor. Al final del refrescante recorrido de unos 200 metros, una fuerza sobrenatural te raptaba hacia el vértigo, con rumbo al cielo, hacia una altura desconocida.
Pero mis seis años no permitían el juego de los peldaños. Menos ahora que llevo la “vianda” que alimentará a mi padre en su jornada laboral.
Y recuerdo la sentencia con la cual me despidió mamá:
¡Cuidado con dar vuelta el almuerzo! ¡Tu padre se enojará!
El camino por la pintoresca calle Victoria, era un viaje de ilusiones.
La ilusión de ver a papá, que parecía importante en su trabajo.
La industria tenía máquinas gigantes.
Papá siempre se veía joven, buen mozo, siempre bien afeitado y sobrio.
Me parecía incluso popular dentro de sus compañeros de trabajo.
También reía.
Otra ilusión, la librería El Peneca. Recién aprendía a leer y me atraían de sobremanera los libros, aunque pasaron más de treinta y cinco años para convertirme en un regular lector.
Recuerdo Moby Dick, Bufallo Bill y La Isla del Tesoro, los títulos que despertaban mis ansias de tenerlos, sus portadas eran dibujos encantados. Imaginaba que una alcancía podría ayudar a satisfacer mis anhelos, pero nunca la tuve.
Al regreso, volvería a detenerme junto a los libros. Ahora no había tiempo, la tarea era llegar con el almuerzo.
Ya quedaba poco por recorrer, a la vista el cine Metro, el más importante. Estaba en la Avenida Pedro Montt con Freire, enfrente del Parque Italia. Estos eran las claves para que ese niño de seis años no extraviara el camino.
En el cine Metro, todos los domingos exhibían en la matinal, a las 11:00 hrs. A.M. (no lograba entender el A.M.), funciones infantiles, las grandiosas películas de Walt Disney, a las cuales no recuerdo haber asistido nunca.
Pero también estaban las fotos en cartelera de las películas para mayores y estas también atraían mi atención, especialmente las de James Bond 007 y aquellas fotos de mujeres bonitas.
Ya entraba a G.A.I.O PEIRANO, ese era el nombre de la industria y a mi me gustaba.
Lo que no me estaba gustando eran las miradas de sus compañeros de trabajo. Algo ocultaban. Sin embargo, una señora no resistió la tentación y me preguntó:
¿Tu papá no llegó a casa anoche? ¡Porque él no vino hoy a trabajar!
No respondí, un nudo en la garganta me lo impedía.
La mirada del niño se ahogaba en pena.
Mis ojos atajaban lágrimas.
Mamá se pondría avergonzada. El camino de regreso fue más triste.
La “vianda” con su comida y yo sin ilusiones.
Esto pasó muchas veces.
1 comentario:
Mucha ternura; hermoso cuento; felicitaciones; sigue escribiendo, eres bueno! Ana
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